FORD Y ROSSELLINI
Por Carlos Marqués
Enfrentarse a la tarea de reseguir las pistas de la influencia de tal o cual cineasta es una tarea que siempre pecará, o bien, de establecer lazos concretos incapaces de dar una perspectiva global, o bien, de dar una visión suficientemente amplia pero imposible de ser justificada por los ejemplos que de ella se puedan dar. En el caso de tratarse de autores considerados parte del “canon”, esta tarea puede considerarse prácticamente esquizofrénica. Renunciaremos pues al todo que sabemos ya imposible dentro del lenguaje y aceptaremos su condición metonímica como cadena de significantes que se sustituyen unos a otros y en las que el significado circula siempre por debajo, cayendo constantemente. Nuestro objetivo metonímico será el de ponernos las gafas de Ford y Rossellini para echar una ojeada al cine, y a la teoría del cine, contemporáneos y, de paso, conocer un poco mejor la graduación de sus cristales y la forma de sus monturas.
Puesto que ambos directores estan muertos hace ya tiempo, les sucede lo que a todos cuando nuestro cuerpo desaparece: nos convertimos en discurso. Entiéndase pues que cada vez que se lea John Ford en estas páginas se sobrentenderá que no hablamos de ese hombre llamado Jack O’Feneey que hacía películas en Hollywood, California, sino con el conjunto ecléctico de discursos sobre John Ford que le hacen estar vivo entre nosotros, y exactamente lo mismo con el italiano. Así pues pondremos en relación el discurso-Ford y el discurso-Rossellini con el discurso actual de la historiografía cinematográfica y la cuestión del canon. También veremos brevemente dos modalidades discursivas que adopta la cuestión de la “influencia” de estos cineastas en el cine contemporáneo y por último propondremos otra nueva modalidad a partir de la redefinición del concepto de “mirada” y “poética” del autor, desplegando un ejemplo concreto.
II
Con la llegada del cine a las universidades, y su aceptación de estudio académico con mismo rango que el resto de estudios artísticos, se traslada a éstos la discusión que más a traído de cabeza a los teóricos de la literatura en los últimos años, el canon. La crítica, especialmente la francesa en su reivindicación de “la política de los autores”, había ya arado el terreno de discusión, pero con el paso de los años, el aumento incesante del corpus de películas y su encuentro con generaciones que han tenido muchos menos años como espectadores para verlas, obliga a éstos estudios a crear ciertas listas de films y autores, no ya de preferencia, sino de referencia, o dicho de otro modo, películas de “lectura obligatoria” [1]. Al lado de este componente del canon cómo regulador de la enseñanza, se introduce también pues en el cine, en las nuevas generaciones de cinéfilos, aquella idea que tan bellamente expresó Harold Bloom en la introducción de su libro El cánon occidental: “Poseemos el canon porque somos mortales y nuestro tiempo es limitado”. [2]
De todos los nombres de la historia del cine, los de John Ford y Roberto Rossellini son los que se encuentran en posición privilegiada para encabezar esta nueva cruzada del canon. Y no porque sus aportaciones hayan sido mayores o más decisivas para la historia del cine que las de un Griffith, un Eisenstein, un Renoir, un Hitchcock, un Welles o incluso un Godard. Parte de la “culpa” la tiene la teoría cinematográfica al dividir la historia cinematográfica en dos grandes periodos (clasicismo y modernidad) con sus antecesores y predecesores “menores” (época primitiva y posmodernidad). En esta bipartición resulta curioso este emparejamiento ya que los dos nombres no encabezan su periodo desde el mismo lugar. De hacerlo, la pareja lógica de Rossellini sería Griffith, ya que al italiano se le propone encabezar la lista de su periodo como su fundador o “desencadenante”, mientras que de Ford debería hacer pareja con un Godard como aquellos que llevaron más lejos estética, (histórico-)social y moralmente el periodo que se les hace representar en el teatro del canon. Sin ceder a la visión idealizada de este teatro que Bloom hace como una “lucha entre escritores por conseguir la canonidad” en las que las “virtudes estéticas” de unos se imponen sobre los otros, ni sin irnos a una respuesta sociológica como harían ciertos estudios culturales, cabe preguntarse el porqué de esta canonización asimétrica. Fuera de estas dos posiciones eterna e irreconciliablemente enfrentadas sobre el canon (tan sólo generadoras de debates entre creyentes y ateos del dios-canon), hay otras posturas que hacen análisis críticos de las estructuras y funcionamiento de los propios mecanismos que la integran. El semiólogo I. Lotman, por ejemplo, encamina sus investigaciones hacia la dialéctica “cultura/no cultura (barbarie)” dentro de las dinámicas “centro/periferia”, para ver cómo el funcionamiento de este sistema necesita del exterior para definirse el interior y en este proceso necesita de un mecanismo de autorregulación, generativo y estructurador, para constituirse como cultura. El canon, pues, ya no es visto como la suma de “textos”, sino como el mecanismo que crea este conjunto de “textos”[3]. El canon se resuelve como estructura histórica (…) sujeto a los principios reguladores de la actividad cognoscitiva[4].
En este marco podemos pensar que el canon Ford-Rossellini responde al mismo discurso-mito que se ha configurado de la Historia del Cine. El clasicismo es el papel de aquello asentado y afirmado, aquel “palo de la tienda de campaña”, centro, medida de todas las cosas. Por este motivo resulta lógico que la figura canónica central del clasicismo sea precisamente la del autor que más haya contribuido a este proceso de asentamiento, bajo su utilización única y singular a la vez que paradigmática. La modernidad resulta del proceso transgresor desde las periferias hacia el centro, claramente un movimiento (no nos olvidemos que la palabra ola, tan recurrida en este periodo, remite primero que nada al movimiento). En esta función de movimiento, lo lógico es que el canon de este periodo se asocie no con el instaurador sino con el iniciador, con el momento de la fractura. El “discurso-Ford” y el “discurso-Rossellini” se ajustan a la perfección dentro del “discurso-Historia del cine” y resultan modelos paradigmáticos de su mecanismo de autorregulación y de sus dinámicas “centro-periferia”. Este mecanismo basado en la dialéctica “memoria/olvido” (en la que una tampoco puede existir sin la otra), impone que en el “discurso-Historia del cine” quede omitida la obra de estos autores que no se ajustan a esos moldes, como sucede con la etapa expresionista de Ford o la obra para la televisión de Rossellini. Y no hay que dudarlo ni intentar excusarlo, bajo el prisma “discurso-historia del cine” estas etapas resultan menores, están fuera del proceso autorregulativo del canon, forman parte de la periferia que no ha logrado llegar al centro. La etapa expresionista de Ford es el mejor ejemplo de cómo el mecanismo de autorregulación del canon hace cambiar la posición del discurso-Ford: cuando la idea de canon clásico todavía no era central, sus films más “expresionistas” eran los más valorados porque en aquel momento la dialéctica que estaba en juego en la regulación del canon era la de cine-con-intención-artística-consciente/cine-sin-intención-artística-consciente. Con la aparición de la teoría de la política de los autores esto cambia, ya que en esta teoría el que “haya intención” es incluso signo de “pose artificial”. Lo que se valora es una capacidad incorporada del cineasta de transmitir por medio de sus imágenes una “visión moral del mundo” que le sea propia y específica. Con la aparición de las nuevas olas se creará esta dialéctica clásico/moderno: no podemos olvidar que para que exista un centro/adentro/presencia clásico hace falta una periferia/afuera/supletorio moderno en constante dialéctica; no sale uno primero y luego el otro, sino que ambos surgen del mismo proceso estructurador. Pese a que la impresión siempre es que el término supletorio (la modernidad) surge del término presente (el clasicismo)[5], lo cierto es que la idea que tenemos nosotros del cine clásico, de la única de la que podemos hablar ya, es de aquella que surge con la modernidad.
Parte de la culpa de este canon asimétrico la tiene pues el modelo instaurado de este discurso-historia del cine. Curiosamente, el cineasta sobre el que más páginas se ha escrito, Hitchcock, y al que se le atribuye en muchas “listas” el mejor film de la historia, Welles, se les ha desplazado de su posición “palo de tienda” en esta historiografía, clasificándolos de barrocos al no ajustarse dentro de los parámetros de la dialéctica clásico- moderno[6]. Por otro lado, la repercusión que esta teniendo en los cineastas actuales lo que se ha venido a llamar la tríada de cineastas trascendentales (Ozu-Bresson-Dreyer), elevándolos a lo más alto del olimpo canónico, no ha conseguido desplazar la centralidad del canon Ford-Rossellini, sino que han creado una especie de foco canónico alternativo, central en concepción particular del cine y de su historia, pero todavía periférica en el discurso-mito de la Historia general del cine.
Alguien podría argumentar que esta discusión sobre el canon es una simple digresión teórica respecto a la historiografía académica del cine que nada tiene que ver con la influencia “real” de Ford y Rossellini en el cine contemporáneo. Para empezar se le habría de rebatir que no debe olvidar que una gran parte de los cineastas (por no decir de los montadores, fotógrafos, sonidistas, etc) del cine contemporáneo provienen de las universidades y las escuelas de cine. Incluso aquellos cineastas autodidactas habrán accedido a textos estructurados a partir de esta historiografía o, al menos, a críticas no extentas de esta dialéctica. Y aún así, en el hipotético y difícil caso de permanecer ajeno a cualquier texto escrito, el contacto y diálogo con un corpus fílmico que desde hace años es autoconsciente de esta dialéctica, implicaría el ser partícipe de esta estructuración.
Y es que más allá de cualquier posible filiación o preferencia de directores contemporáneos respecto a Ford y Rossellini, la fuerza de estos dos cineastas reside en ser agentes estructuradores del magma voluble e inmenso de la “realidad fílmica”. Las cuestiones que plantee su obra siempre trascenderán su marco individual y se trasladaran como paradigmas a todo el periodo. En el proceso inverso, incluso la serie de films que no pertenezcan a la serie de su canonización, serán relacionadas a ellas, como complementarias (suplementarias) de ésta, ya sea por llamarse “proceso de aprendizaje” (como la trilogía fascista), “proceso de experimentación” fuera de la serie pero que le llevará a la larga a mejorar la serie canónica (la ya comentada fase expresionista de Ford o La maquina amazzacativi de Rossellini[7]) o “exploración de otros formatos” (las series de televisión de Rossellini o los documentales de guerra de Ford) en la que a los autores se les designa la capacidad de llevar el canon más allá de sus propios límites. De ahí al No se puede vivir sin Rossellini no hay más que un paso. Seguramente, un paso muy bien dado. Pero eso ya es otra historia.
III
Quim Casas, en su estudio John Ford. El arte y la leyenda[8] aclara cómo la obra de John Ford no “crea escuela” a la manera como lo hizo Griffith, Linder, Flaherty, Lubitsch, Sirk Resnais o Godard y, si lo hizo, no fue más que para dar fruto a realizadores tan poco relevantes como Andrew Victor McLaghen o Burt Kennedy. Es más, la lista de cineastas que luego enumera como influenciados por Ford aparece gente tan alejada del estilo fordiano como, Welles, Kurosawa, Wenders, Bergman, Straub, Boetticher o incluso Eisenstein, que prefería El joven Lincoln sobre ningún otro film. Lo mismo se podría decir de Rossellini que, con la excepción de Roma, città aperta convertida en film-símbolo del neorrealismo y pese a erigirse en “padre adoptivo” de la Nouvelle Vague, no tiene un estilo que haya sido reapropiado por otros autores. Es más, sus seguidores lo han hecho utilizando estilos muy distintos al suyo. Ni si quiera el resto de películas neorrealistas se puede decir que sean continuadoras de su estilo (quizás sí de su espíritu), y se acercan más al melodrama psico-social de De Sica que no a la externalización radical y rupturista de Païsà.
Hoy en día, en la publicación de cualquier estudio monográfico de un autor no puede faltar ese último, o casi último, capítulo en el que bajo la bien amada y aceptada metáfora materialista de la palabra “herencia”, la metafísica de “trascendencia”, la sociológica de “repercusión” o la psicológica de “influencia” trata de trazarse una trayectoria del discurso de ese autor en relación con discursos posteriores. Un último capítulo dispuesto a “alargar la vida” de la obra del autor y por ende, la del discurso que se acaba de formular y hacer pagar al lector. Esta prolongación no es fácilmente formulable y ni si quiera puede ser apresada simplemente por su carácter material, metafísico, sociológico o psicológico[9]. Como siempre, se trata pues de crear “casillas” (rasgos unitarios) en las que poder establecer parámetros de semejanza. Pero el hecho de encontrar una relación de semejanza en una casilla, no implica que se tenga que encontrar en el resto, es más, muchas veces se contradirán entre sí. El buen juicio del estudioso consistirá pues en decidir qué rasgos unitarios del discurso-autor resultan más pertinentes. Propondremos aquí dos hechas de un solo trazo observando dos aspectos distintos de su trabajo.
1. El sistema de trabajo.
A lo largo de los años John Ford fue configurando alrededor suyo lo que vino a llamarse la “compañía estable John Ford”, un grupo de actores con los que siempre trabajaba. En el centro del férreo sistema de estudios de Hollywood, Ford conseguía salvaguardar parte de su independencia, guardando una terrible fama de su trato con los productores (con la excepción quizás de Zanuck). Heredando la frenética actividad que se llevaba en la época del mudo, Ford no cambió su extrema velocidad a la hora de rodar hasta que no se lo impidieron al final de su carrera. Esta especie de microcosmos en el seno mismo de Hollywood es recogido en la actualidad por varios cineastas a los que gusta rodar entre amigos: Soderbergh filmando con Clooney o Roberts, especialmente en esos films “no serios” que recogen el espíritu de La taberna del irlandés bajo el género del film-atraco (Ocean’s eleven, Ocean’s twelve), Robert Rodríguez filmando en su rancho de Texas o el mismo Quentin Tarantino. Bajo la apariencia de “gran tontería, hecha para divertirse y para divertir a la gente”, se esconde un extraño y preciado aire familiar que une la obra de estos cineastas, mezcla entre film de grandes estudios y film casero.
La gran aportación del neorrealismo fue tener que sacar las cámaras de los estudios a la calle (básicamente porque tampoco quedaban estudios en pie) y mirar el mundo que los rodeaba. El gran consejo de Rossellini a la gente de la Nouvelle Vague (que Godard nunca se cansó de repetir y ejercer) fue el de “haced películas baratas”. Pese a que cineastas como Flaherty ya habían hecho esto mucho antes, la aportación de Rossellini fue seguir haciéndolo incluso cuando pudo filmar con más presupuesto, ya que estaba convencido de que los pocos medios obligaba al cineasta a mirar el mundo que le rodea y a la vez mantener un mayor control sobre su film. No es difícil reseguir esta pista por el cinéma-verité[10] hasta llegar los nuevos cines de los 60. Cuando en el año 95 Lars von Traer y Thomas Vintenberg presentaban su manifiesto Dogma a más de uno le sonó a producto de marketing de una cosa que hacía mucho tiempo que se llevaba ya haciendo en el cine. Lo cierto es que siendo una pura estrategia comercial o no, funcionó, y nadie les puede negar el hecho de que extendiesen el uso de las cámaras digitales como forma de liberar al cine de sus pesadas estructuras. Muchos cineastas actuales han recogido pues este nuevo desafío de la evolución de la técnica y, siguiendo la actitud que frente a ella mostraba el italiano (el ejemplo máximo de la cual es el uso del pancinor), se han interrogado sobre las posibilidades que esta tecnología ofrecía para mostrar de nuevo el mundo. Seguramente el caso más extremo se trate el de Wang Bing y su ya decisiva Al oeste de los raíles, que materializa el sueño rosselliniano de que la cámara se convierta en una simple extensión más del ojo humano y, por tanto, de su conocimiento. Por otro lado, Kiarostami, en Ten, Guerin con En construcción o el irlandés Perry Ogden con la reciente Pavee Lackeen, han utilizado la cámara digital para indagar en la idea de la creación de dispositivos de “puesta en situación” que, aprovechando la proximidad que permiten estas cámaras, disuelva la noción teatral de “puesta en escena” por otra en la que función del director no es regir la realidad, sino más bien la de un científico químico que junta varios elementos y observa cómo se desarrollan las reacciones.
2. El método de trabajo.
Ford conocía bien a sus actores y utilizaba casi siempre la primera toma de cada plano, en el caso de que hiciese más que una. Sabía cómo sorprender a sus actores e incluso aprovechaba sus errores, tal como explica Linsday Anderson a partir de un error de Clark Gable que presenció durante el rodaje de Mogambo y que Ford se empeñó en dejar tal cual[11]. Muchas veces sus actores hablan poco, otras no paran de hacerlo y encuentran en su verborrea un tipo de cine más que “parlante”, “oral”[12]. De ello, quizás más que ningunas otras, son representativas las películas con Will Rogers, y a ello se debe una de las mejores y más famosas escenas rodadas por Ford, la de la conversación de los dos protagonistas de Dos cabalgan juntos al lado del río. No tan importante lo que dicen cómo el mismo acto de hablar (a diferencia de Hawks, Lubitsch o Wilder donde sí importa mucho lo que se dice), es una forma de trabajar con los actores que tuvo muy buena acogida con el surgimiento del movimiento indie americano. Con la influencia también de Capra, se filtró en la obra de Cassavettes y de ahí al resto. Es fácilmente identificable en los ya famosos “diálogos de besugo” y bromas fáciles de Jim Jarmusch.
Ford rodaba pues sólo lo que necesitaba, intentando casi “montar en cámara”. Como Hitchcock, sabía que si filmaba un primer plano de más, luego le podrían remontar la escena y destrozarle el equilibrio. Frecuentemente se le ha llamado poeta y a su modo de escritura se le admira su capacidad de plasmar los sentimientos sobre una tela blanca, no a partir de subyugar al público como Hitchcock, sino de la capacidad de sugerir por medio de la duración y tamaño de cada plano, en relación con lo que dentro de él sucede, una especie de elegía de la más amplia gama de emociones humanas (de ahí la admiración que Eisenstein sentía por Ford, el inicio de El joven Lincoln es uno de los paradigmas al respecto). Es un arte prácticamente perdido hoy[13]. En su estela se sitúa el único de los cineastas actuales que ha conseguido guardar esa sabiduría que adjudicamos al discurso-clásico, Clint Eastwood. Desde Bird, pero sobretodo con Los puentes de Madison, Un mundo perfecto y Million dollar baby, Eastwood pone encima de la mesa que, pese a todos los cambios que ha habido, pese a convertirse él mismo en ese fantasma que aparece siempre desde fondo del plano, es posible cantar a los sentimientos.
Rossellini llegaba a un lugar con su equipo-grupo de amigos y veían con qué cosas contaban para poder hacer un film. El film no estaba atado desde el principio sino que iba al encuentro de unos lugares y una gente. Trabajando con gente de la calle, actores amateurs o profesionales, Rossellini se planteaba siempre los mismos problemas y no distinguía entre ellos, para él todos eran seres humanos. Lo más difícil no era conseguir que alguien de la calle “actuara bien” sinó que un actor supiese caminar verdaderamente. Su preocupación a la hora de filmar personas era comprenderlas mejor. Tal cómo había expresado más de una vez respecto al experimento de Una voce humana, su objetivo era mirar con microscopio el alma humana, de ahí que Jose Luis Guarner afirme que en su primera etapa, pues, los films de Rossellini se reducen a documentales del rostroy que el interés de Una voce humana no está en el diálogo de Cocteau, sino en el rostro de Magnani[14]. Hou Hsiao-Hsien, en su intento por hacer un retrato de la nueva sociedad que trata de comprender, se verá pues a hacer una operación parecida en Millenium Mambo, mirando con microscopio el rostro de su protagonista para encontrar signos de este cambio. Kiarostami, en su film-ensayo Ten on Ten demuestra perfectamente, al pasar la primera secuencia del film quitando el volumen, que más allá de lo que dicen los diálogos, es la gestualidad y el rostro de las personas lo que hacen que filmar a una persona hablando pueda ser una experiencia estética puramente cinematográfica.
Cuando la Bergman llega a Rossellini, como dice Bergala, ese microscopio se convierte casi en una herramienta de tortura. Pone, del lado de la cámara, la historia personal de ambos y, confrontándola a la realidad que le rodea, desenmascara el velo de la actriz al encuentro de la mujer que hay detrás. Es la búsqueda de una segunda realidad invisible colocada en lo interior de lo visible[15], quedando como escena paradigmática la aparición de los dos amantes fosilizados en las ruinas de Pompeya que coge de improviso a Ingrid Bergman en Viaggio en Italia. Más allá del referente que supuso el hacer un film de “un director filmando a su mujer”, Quintana propone que aquí nace la base de cierto cine moderno que tiene como eje central la separación entre lo real y lo visible (aunque no creo que esté menos iniciada por la obra de C. T. Dreyer, especialmente Ordet o que lo haya llevado tan lejos como Ozu, Bresson o Tarkovski). Éste real puede aparecer como la solidificación de muchas capas del pasado que hay que ir pelando, como en la obra de Guerin o la recién iniciada de Mercedes Álvarez; puede ser la presencia de Dios o lo sublime detrás de todos los objetos de la creación, como en Sokurov; o incluso puede tratarse de los propios sentimientos humanos muy ocultos, no dados de manera “psicológica” sino como irrupciones de lo latente en lo visible, epifanías del alma humana a partir de la realidad, como aquel final del Dublineses de Huston, o como ha realizado mejor que nadie el más renovador de los nuevos cineastas de la ola asiática Tsai-Ming Liang (recuérdese ese final de Vive l’amour, The Hole o cualquiera de sus otros films.
IV
Muchas veces se ha utilizado indistintamente la expresión “mirada de cierto autor” para dar a entender un conjunto de cualidades entre las que se incluyen su uso del punto de vista, su estilo visual y sonoro, su posición ética o moral y su poética cinematográfica[16]. Anteriormente hemos señalado a Ford como poeta de los sentimientos, pero no nos hemos planteado cómo funciona su poética, su forma de generar el goce estético cinematográfico. El estudio de las “poéticas cinematográficas” de estos autores y su comparación con Kiarostami, funcionan muy bien para ver la diferencia entre este término y el de “estilo”, ya que, tal y como afirma Straub “c’est qui est important, c’est que Ford n’a pas de style”, y lo mismo puede decirse del italiano. Ambos son autores muy eclécticos a los que la designación de “estilo” les queda muy corta. A cambio, la definición de poética, como se puede leer en el estudio, es una definición de mínimos, de punto de partida que no trata de definir un global-significante sinó un motor generatriz. El hecho de que no “creen escuela” parece contradecirse con su función de reguladores del canon, pero eso se debe precisamente a que no son cineastas de estilo y sí de poética.
Utilizaremos pues aquí la expresión poética del autor en vez de la de la “mirada” ya que esta expresión parece olvidar que la operación del cine no es sólo la de mirar, sino la de mirar y ser visto. Georges Didi-Huberman hacía un estudio detallado de este fenómeno del acto visual en su ensayo Ce que nous voyons, ce que nous regard donde explicaba cómo para que un objeto tenga valor para nosotros, es decir “esté vivo”, es necesario que ese objeto “nos mire también a nosotros”, operación que configura esa “inéclutable” escisión en el ver y que tiene su origen en el vacío del ver (“ver es perder”). Didi-Huberman parte del análisis de « une situation exemplaire (je dirai, fatale) où la question du volume et du vide se pose inéluctablement à notre regard. C’est la situation de qui se trouve face à face avec un tombeau, devant lui, posant sur les yeux »[17]. Explica cómo delante de la tumba la experiencia se convierte en más monolítica y “nuestras imágenes están más directamente ceñidas a lo que la tumba quiere decir”, nos mira en nuestro adentro en tanto que muestra que se ha perdido un cuerpo en su interior, y nos impone, nos guste o no, esa imagen imposible a ver, la del propio cuerpo también vaciándose, descomponiéndose. Se produce una angustia ante el desconocimiento de que será de nuestro cuerpo, entre la capacidad a hacer volumen y su capacidad para librarse al vacío. Existen muchas formas de posicionarse ante esta escisión del ver, ante esta angustia. Didi-Huberman detalla dos: por un lado quedarse “en deçà de la scission” (“antes de la escisión”), es la posición “histérica-cínica” de la operación de amnésica, quedarse tan sólo con el volumen de ese paralepípedo de piedra que forma la tumba, negando el resto, renunciar a las latencias del objeto rechazando su temporalidad, el trabajo del tiempo y la metamorfosis, rechazar el “aurea” del objeto, es decir, hacer del ver una tautología. Ésta es la posición, por ejemplo, del arte minimalista. La otra posición, la contraria, es la de querer ir “au-de là de la scission” (más allá de la escisión), es la posición “obsesivo-extática”, dejar de ver la tumba como simple granito, desmaterializar el granito de modo que el vacío de dentro del cuerpo pierda también su poder inquietante, crear un modelo ficticio donde volumen y vacío conviven perfectamente en un gran “rêve éveillé”, ni un simple volumen ni un proceso de vaciamiento (de putrefacción), sinó “quelque chose d’Autre”. Lo que vemos es pues “garantizado” por ese Otro, el objeto establece un tiempo que “garantiza”, el futuro de salvación, lo que vemos queda sustituido por un “invisible” y lo que nos mira se convierte en el enunciado grandioso “del más allá”. Cualquier estudio de la poética de una autor cinematográfico que se pretenda analizar “la mirada” que éste tiene, debería comenzar por cómo se sitúa respecto a la escisión del ver. No es el planteamiento que nos hemos hecho aquí pero creo que puede ayudar a nuestro propósito.
No menos incontables son las veces que los personajes de Ford hablan a las tumbas que las que los personajes de Rossellini presencian la muerte de alguien. Cuando hablan a las tumbas la mayoría de las veces ni hemos visto a esos personajes o se han muerto tan pronto que no hemos tenido tiempo de identificarnos con ellos, no es la pena por su muerte lo que nos emociona. Sin embargo Ford convierte este tipo de escenas teóricamente “más calmadas” y reflexivas en los momentos más intensos de la película, más allá de cualquier progresión dramática (no hace falta más que recordar los casos de El Joven Lincoln o Pasión de los fuertes). Hay sin duda una posición “au-delà” de esa tumba, un hablar con la persona muerta que sobrepasa ese simple paralepípedo de piedra y que hace llegar ecos de ese enunciado grandioso al que apunta, de ese tiempo futuro.
Lo que nos maravilla de Rossellini es precisamente todo lo contrario, no el más-allá del después de la muerte, si no el más-aquí del instante de morir[18]. Nos desgarra esta simplicidad extrema en el momento decisivo que elimina cualquier floritura para dejarnos simplemente con “lo que se ve”, sin posibilidad a dejar “que nos mire”. Este efecto queda además aumentado por la banal artificialidad pomposa con la que normalmente se nos muestran las muertes en el cine. En cambio, ante la escisión de la mirada, Rossellini se posiciona “en deçà”.
No cometamos el error de simplificar demasiado y acabar describiendo la poética de la mirada rosselliniana como irónica-histérica y la fordiana como obsesiva-extática. Se trata tan sólo de puntos de partida, precisamente algunos de los momentos más bellos de sus obras nos los brindan cuando, superando esta posición inicial y yéndose hacia al otro lado se acercan a ese centro “ni más aquí ni más allá” donde se afronta directamente la mirada escindida y la mirada recupera todo su poder inquietante. Es ahí donde Rossellini logra su “revelación” en el materialismo y donde el crepúsculo fordiano se aleja de Dios para acercarse a un paisaje o al rostro de algún viejo cowboy. Del mismo modo, ¿no supone la famosa revelación rosselliniana la superación de su posición en deçà para proclamar lo que se ha venido a llamar “epifanía de la realidad”? ¿Qué revelación sino la aparición de la cosa, lo que está au delà, en el en deça?
Los sentimientos que despierta el visionado de cualquiera de las películas de Abbas Kiarostami son diferentes de los que hasta entonces el cine había fraguado, difíciles de explicar, tan sólo se pueden ver y oir. Kiarostami entra por la puerta grande del cine inventando una nueva poética para éste. Pero, ¿surge realmente de la nada esta nueva poética de los objetos y de los paisajes, del tiempo y del espacio, es decir, esta nueva “modalidad de gozo estético cinematográfico”?
En este sentido considero que la figura de Kiarostami reviste de especial interés dado que su poca inclinación a hablar de sus influencias, aún más, la insistencia en sus declaraciones por rechazarlas, puede iluminar un poco de este maravilloso proceso que es la transmisión y creación de poéticas en el cine.
Es por eso que en vez de centrarnos en algunos de los autores de los que Kiarostami se ha confesado admirador como Hitchcock, Fellini o Ozu, todos ellos creadores también de poéticas muy singulares, se ha preferido aquí optar por rastrear la pista de lo que pueden considerarse dos poéticas “creadoras de paradigma”. Mucho se ha dicho sobre la más que evidente relación que el cine de Kiarostami tiene con el del padre del neorrealismo, pese a que el iraní nunca haya reconocido que fuese éste un punto de referencia (con la excepción de De Sica). A primera vista son muchos los temas que los unen y que establecen puentes entre ellos: el uso de niños como protagonistas; la selección de los actores y el rodaje en escenarios naturales; el plano-secuencia; el uso del cine como microscopio de la sociedad y a la vez como herramienta para el cambio; etc.
No faltarán críticos que ávidamente se apresuren lanzar lazos entre Y la vida continúa y Germannia anno cero. Argumentarán que ambas películas realizan un recorrido por un paisaje en ruinas “a través” de los ojos de un niño. Analicemos pero, la que en apariencia parece la más rosselinianas de las películas de Kiarostami. Una de las miradas más reveladoras que se hayan hecho sobre el cine del italiano, la de André Bazin, nos recordaba, ya en el momento de su estreno, que Germania anno cero busca su emoción (encuentra su poética) a partir de un “realismo de estilo” que no trata de identificarse con el personaje (no “mira a través”), sino que nos lo muestra externamente confrontándole con su espacio, un visión limpia de sentimentalismos donde “no nos conmueve ni el actor, ni el acontecimiento: tan sólo su sentido, que nos vemos obligados a extraer”[19]. Es el espectador, sin ayuda de nadie, el encargado de extraer el sentido, siempre múltiple, nunca único. A su vez, si observamos detenidamente la película del iraní nos damos cuenta de que sí que existe un punto de vista con el que nos podemos identificar como extranjeros en esa tierra en ruinas, pero no es la figura del niño sino la del padre[20]. La figura del hijo sirve para mostrar un proceso de “adaptación” con el medio, desde el alienígena que protesta porque su coca-cola no está fría hasta el niño que decide quedarse con otros chicos del campo de refugiados viendo el partido de fútbol en vez de seguir con su padre. No hay ningún sentido que extraer de la actitud del niño ya que ni si quiera se trata de que cambie su actitud, sino que su posición irreflexiva en otro medio acaba, como por contagio, asimilándose a ese nuevo medio (es esa capacidad de adaptarse que tanto caracteriza a los niños). A su vez, por parte del padre sí que existe una voluntad directa de búsqueda de sentido, “encarnada” por la búsqueda de los dos niños de ¿Dónde está la casa de mi amigo? y finalizada con la conclusión que el propio título verbaliza, conclusión de que, pese a todos los desastres, la vida continúa.
Producto de esta no-coincidencia de puntos de vista surgen lo que a mi entender son dos películas radicalmente distintas. El tema de proponer de casi co-protagonista al paisaje de las ruinas, les aleja más que les acerca, ya que su poética sobre ellas es radicalmente diferente (no sobre otros aspectos), tanto en su contenido como en su forma. Rossellini deambula en un paisaje urbano destruido por el propio hombre con su guerra. Kiarostami busca entre las ruinas de un medio rural azotado por las fuerzas naturales, un terremoto. Rossellini adopta la “postura moral” de seguir al niño en travelling y, al cabo de un rato “lanzarlo” contra el paisaje desolador, pasando del primer plano o plano medio al plano general en el mismo corte temporal, pasando del movimiento del niño a la cámara “terriblemente” quieta donde vemos el paisaje entero y al niño adentrándose en él. Kiarostami no realiza ningún seguimiento en travelling. Cuando mueve la cámara, o bien es porque está dentro del coche, desde el punto de vista del que mira, o bien desde un punto fijo, con la cámara anclada en un sitio, realiza panorámicas de seguimiento del coche en este paisaje, una especie de “disección” más de cerca de ese paisaje que ya ha mostrado en plano general.
Operaciones radicalmente distintas de narración así como de tratamiento del espacio, de los objetos y del paisaje. Como veremos más tarde, no es sino en su poética del tiempo donde ambas visiones encuentran una reconciliación. Como ésta se podrían encontrar razones incluso de más peso para no dar más relevancia a las otras aparentes semejanzas entre la obra de Kiarostami y de Rossellini que se suelen recordar y que antes hemos enumerado. No niego estas semejanzas, simplemente pongo en duda su utilidad para “iluminar” nada. Siguiendo la conocida división que Foucoult hizo en su libro Ceci n’est pas une pipe, respecto a la poética cinematográfica creo más en las similitudes que en las semejanzas.
¿Dónde queda pues la poética de Abbas Kiarostami? Vayamos paso a paso. Hemos visto ya lo mucho que difiere la poética narrativa y espacial del iraní con la del italiano. ¡Qué grato será acercarnos a la obra de Kiarostami con las gafas de Ford y descubrir lo mucho que tienen en común! Jean-Louis Leutrat, conjuntamente con Suzanne Liandrat-Guigues escribió un artículo[21] donde analizaba la variación y inmobilidad del Monument Valley en las siete obras de Ford donde el valle aparece como uno de los escenarios principales[22]. En él, hablaban de cómo en Stagecoach Ford Utilizaba las diferentes localizaciones del valle no como mero decorado sino como parte activa en la construcción del film. Por medio de estas estrategias de repetición variación, Ford conseguía que el espectador se llevase una impresión de circularidad del film-trayecto por excelencia. Esta operación se llevará hasta el extremo de la figura de un laberinto en Fort Apache. Con She wore a yellow Ribbon Ford marca un cambio de estrategia, ya que lo que hace es elegir una localización concreta y convertirla en aquel “centro” al que siempre vuelven, por el que siempre pasan, aquella localización que tiene de por fondo la figura de una meseta llamada West Mitten. En un momento clave de este film la caballería realiza un recorrido por los diferentes “monumentos” del valle que recoge precisamente todos y cada uno de los lugares que había ido mostrando hasta entonces. « Ford en cet instant ne cherche pas tant à restituer la vérité de Monument Valley qu’ a establirune recapitulation »[23]. Fácilmente se encuentran aquí dos aspectos claves que determinan la poética del espacio fordiana. Primero, el uso de espacios reconocibles que se van repitiendo, “palos de tienda de campaña” que aguantan la estructura espacial y que crean un concepto de “territorio cinematográfico” que no tiene porqué tener nada que ver con ese territorio original, sino con la representación que se hace de él. Segundo, la “recapitulación” de estos elementos en un momento dado que unen no sólo ya la misma película, sino todo el grupo de películas que ha querido situar en ese “territorio cinematográfico”, creando el imaginario de un territorio más-allá de las propias películas pero también más-allá de ese valle en Estados Unidos que lleva el mismo nombre que el de las películas de John Ford. En esos territorios Ford reencuentra una y otra vez las mismas personas bajo diferentes pseudónimos y diferentes roles, con pequeñas variaciones fruto de su “vasallaje” a las exigencias de la industria respecto al guión pactado sin que por ello nos quite esa impresión. Es desde ese prisma necesario de la serialidad desde el que, al fin y al cabo, El hombre que mató Liberty Valance nos parece una película tan devastadora, nos salta el corazón al ver aquella diligencia vieja y entendemos realmente qué es lo que ha llegado a su fin (algo que prácticamente no se explica en esa película que precisamente lo relata, lo que se acaba viene dado por el corpus anterior de películas). El hombre que mató Liberty Balance es el fin y la despedida de ese “territorio cinematográfico” al que cerraría como epílogo Cheyenne Autoumn.
No hace falta ser ningún lince para darse cuenta que parte de la magia que emana la “trilogía involuntaria” que Kiarostami realizó con ¿Dónde está la casa de mi amigo?, Y la vida continúa y A través de los olivos se debe a la misma operación. Es la creación de un “territorio cinematográfico” lo que unifica estos tres films de por sí tan diferentes, con puntos de partida radicalmente tan distintos. El zig-zag que sube la colina para ir a Koser, el bosques de olivos de al lado del cementerio o la casa donde ruedan una y otra vez la escena de Hossein, son algunos ejemplos. Son signos intertextuales que cobran todo su sentido en un corpus de obras, creando ese espacio prácticamente au-delà. La diferencia principal reside que mientras en Ford este territorio es “uni-dimensional” en Kiarostami, la vuelta a esos lugares nunca es en el mismo “nivel de realidad”, hay un desnivel que no permite nunca volver a “ese paraíso perdido” pero que sí que obliga a mirar más a nuestro alrededor y descubrir que el paraíso puede estar entre nosotros.
Mucho en común tiene la forma en que ambos cineastas ponen en el espacio la relación entre dos personas hablando. Ambos se plantean esta cuestión en términos espaciales y por eso antes que el primer plano, prefieren la situación menos agresiva y más fácil de comunicarse de una persona sentada al lado del otro. En Kiarostami esto suele suceder en el coche, hasta el extremo de Ten. En Ford esta situación puede darse de muchas maneras, pero siempre ambos personajes mirando hacia delante, hacia un au-dela fuera de campo: encima de un carro o en un tren en Liberty Valance, en un último bastión de defensa al ritmo del Red River Valley en They were expendable o al lado de un río en Dos cabalgan juntos. Aunque en Ford normalmente se encuentran ambos personajes en el mismo plano y en Kiarostami separados, en ambos casos el hecho de hacer de la situación un planteamiento de espacio es el mismo. De este modo el plano/contraplano queda reservado sólo como campo de batalla de las pulsiones más fuertes, como el primer encuentro de Wyatt Earp y Doc Holiday en Pasión de los fuertes o la confrontación de Hossein con la abuela de su pretendida en A través de los olivos.
También existe en Ford y en Kiarostami una coincidencia muy placentera respecto a cierta poética de los objetos. No a la manera de Hitchcock, donde los objetos son aquellos fetiches que serán claves para el desarrollo del tiempo futuro, los objetos en Kiarostami y en Ford son muchas veces “puros contenedores de fuerza poética”, funcionan como sustitutivos de algo en apariencia muy obvio, pero imposible de definir cuando se intenta fijar un significado único, lo dinamitan y se escampan a lo largo de todo el “texto”. Es el caso conocidísimo de las puertas en ambos autores. También lo es el de las flores. Al final de ¿Dónde está la casa de mi amigo? y de El hombre que mató a Liberty Valance sendas flores són encargadas de cumplir este misterio expansivo. Sin embargo este mismo ejemplo, perfecta coincidencia de similitud de poéticas espaciales demuestra a su vez la gran distancia que separa a ambos. Mientras que Ford se para un buen rato a que contemplemos la flor de cactus a la que ya nos ha ido avisando varias veces a lo largo del relato que iba a aparecer con la caja de la protagonista, Kiarostami esconde su flor en el cuaderno y permite que nos olvidemos de ella. Cuando el maestro abra el cuaderno no se detendrá ni un momento, firmará y lo cerrará de nuevo para que el espectador, al que no se le subraye nada, se sienta golpeado doblemente no sólo por el espacio-flor, sino por la fugacidad de este momento no enmarcado dentro de la lógica causa-consecuencia, sinó un momento que hace experimentar un tiempo puro, en el que cada instante es igual al siguiente, donde la escisión queda siempre en-deça. Y es que es aquí donde el cine de Kiarostami viene a juntarse con el de Rossellini, en su poética del tiempo. Esa poética que nos emociona desde la escalofriante muerte de Magnani de un solo trazo en Romma città aperta (y no tanto por ese movimiento de cámara sucio) hasta la muerte de Jesucristo narrada en la misma panorámica en la que veíamos unos niños jugando, pasando por la forma de mostrar la violenta muerte en el episodio de Florencia de Païsà o la clemencia de Ingrid Bergman en Stromboli. Los films de Kiarostami poseen esta poética tan particular no sólo porque junten elementos del clasicismo como su narrativa, con el tratamiento documental de la modernidad y la tradición iraniana, sinó porque precisamente es capaz de asumir y controlar una mirada au-delà en el espacio con una mirada en-deçà en el tiempo.
Se podría hacer una lista con otros cineastas seguidores-reformuladores de ambas poéticas. A la familia de Rossellini se juntarían Rohmer, con sus finales bruscos y sus cambios súbitos y azarosos, Claire Denis o Ermano Olmi. A la de Ford vendrían Wenders, Monteiro o Burton. También podría estudiarse los paradigmas de aquellas poéticas que se mantienen siempre entre medio del au-deçà y el au-delà, como la de Hitchcock. Pero eso, de nuevo, ya es otra historia.
Puesto que ambos directores estan muertos hace ya tiempo, les sucede lo que a todos cuando nuestro cuerpo desaparece: nos convertimos en discurso. Entiéndase pues que cada vez que se lea John Ford en estas páginas se sobrentenderá que no hablamos de ese hombre llamado Jack O’Feneey que hacía películas en Hollywood, California, sino con el conjunto ecléctico de discursos sobre John Ford que le hacen estar vivo entre nosotros, y exactamente lo mismo con el italiano. Así pues pondremos en relación el discurso-Ford y el discurso-Rossellini con el discurso actual de la historiografía cinematográfica y la cuestión del canon. También veremos brevemente dos modalidades discursivas que adopta la cuestión de la “influencia” de estos cineastas en el cine contemporáneo y por último propondremos otra nueva modalidad a partir de la redefinición del concepto de “mirada” y “poética” del autor, desplegando un ejemplo concreto.
II
Con la llegada del cine a las universidades, y su aceptación de estudio académico con mismo rango que el resto de estudios artísticos, se traslada a éstos la discusión que más a traído de cabeza a los teóricos de la literatura en los últimos años, el canon. La crítica, especialmente la francesa en su reivindicación de “la política de los autores”, había ya arado el terreno de discusión, pero con el paso de los años, el aumento incesante del corpus de películas y su encuentro con generaciones que han tenido muchos menos años como espectadores para verlas, obliga a éstos estudios a crear ciertas listas de films y autores, no ya de preferencia, sino de referencia, o dicho de otro modo, películas de “lectura obligatoria” [1]. Al lado de este componente del canon cómo regulador de la enseñanza, se introduce también pues en el cine, en las nuevas generaciones de cinéfilos, aquella idea que tan bellamente expresó Harold Bloom en la introducción de su libro El cánon occidental: “Poseemos el canon porque somos mortales y nuestro tiempo es limitado”. [2]
De todos los nombres de la historia del cine, los de John Ford y Roberto Rossellini son los que se encuentran en posición privilegiada para encabezar esta nueva cruzada del canon. Y no porque sus aportaciones hayan sido mayores o más decisivas para la historia del cine que las de un Griffith, un Eisenstein, un Renoir, un Hitchcock, un Welles o incluso un Godard. Parte de la “culpa” la tiene la teoría cinematográfica al dividir la historia cinematográfica en dos grandes periodos (clasicismo y modernidad) con sus antecesores y predecesores “menores” (época primitiva y posmodernidad). En esta bipartición resulta curioso este emparejamiento ya que los dos nombres no encabezan su periodo desde el mismo lugar. De hacerlo, la pareja lógica de Rossellini sería Griffith, ya que al italiano se le propone encabezar la lista de su periodo como su fundador o “desencadenante”, mientras que de Ford debería hacer pareja con un Godard como aquellos que llevaron más lejos estética, (histórico-)social y moralmente el periodo que se les hace representar en el teatro del canon. Sin ceder a la visión idealizada de este teatro que Bloom hace como una “lucha entre escritores por conseguir la canonidad” en las que las “virtudes estéticas” de unos se imponen sobre los otros, ni sin irnos a una respuesta sociológica como harían ciertos estudios culturales, cabe preguntarse el porqué de esta canonización asimétrica. Fuera de estas dos posiciones eterna e irreconciliablemente enfrentadas sobre el canon (tan sólo generadoras de debates entre creyentes y ateos del dios-canon), hay otras posturas que hacen análisis críticos de las estructuras y funcionamiento de los propios mecanismos que la integran. El semiólogo I. Lotman, por ejemplo, encamina sus investigaciones hacia la dialéctica “cultura/no cultura (barbarie)” dentro de las dinámicas “centro/periferia”, para ver cómo el funcionamiento de este sistema necesita del exterior para definirse el interior y en este proceso necesita de un mecanismo de autorregulación, generativo y estructurador, para constituirse como cultura. El canon, pues, ya no es visto como la suma de “textos”, sino como el mecanismo que crea este conjunto de “textos”[3]. El canon se resuelve como estructura histórica (…) sujeto a los principios reguladores de la actividad cognoscitiva[4].
En este marco podemos pensar que el canon Ford-Rossellini responde al mismo discurso-mito que se ha configurado de la Historia del Cine. El clasicismo es el papel de aquello asentado y afirmado, aquel “palo de la tienda de campaña”, centro, medida de todas las cosas. Por este motivo resulta lógico que la figura canónica central del clasicismo sea precisamente la del autor que más haya contribuido a este proceso de asentamiento, bajo su utilización única y singular a la vez que paradigmática. La modernidad resulta del proceso transgresor desde las periferias hacia el centro, claramente un movimiento (no nos olvidemos que la palabra ola, tan recurrida en este periodo, remite primero que nada al movimiento). En esta función de movimiento, lo lógico es que el canon de este periodo se asocie no con el instaurador sino con el iniciador, con el momento de la fractura. El “discurso-Ford” y el “discurso-Rossellini” se ajustan a la perfección dentro del “discurso-Historia del cine” y resultan modelos paradigmáticos de su mecanismo de autorregulación y de sus dinámicas “centro-periferia”. Este mecanismo basado en la dialéctica “memoria/olvido” (en la que una tampoco puede existir sin la otra), impone que en el “discurso-Historia del cine” quede omitida la obra de estos autores que no se ajustan a esos moldes, como sucede con la etapa expresionista de Ford o la obra para la televisión de Rossellini. Y no hay que dudarlo ni intentar excusarlo, bajo el prisma “discurso-historia del cine” estas etapas resultan menores, están fuera del proceso autorregulativo del canon, forman parte de la periferia que no ha logrado llegar al centro. La etapa expresionista de Ford es el mejor ejemplo de cómo el mecanismo de autorregulación del canon hace cambiar la posición del discurso-Ford: cuando la idea de canon clásico todavía no era central, sus films más “expresionistas” eran los más valorados porque en aquel momento la dialéctica que estaba en juego en la regulación del canon era la de cine-con-intención-artística-consciente/cine-sin-intención-artística-consciente. Con la aparición de la teoría de la política de los autores esto cambia, ya que en esta teoría el que “haya intención” es incluso signo de “pose artificial”. Lo que se valora es una capacidad incorporada del cineasta de transmitir por medio de sus imágenes una “visión moral del mundo” que le sea propia y específica. Con la aparición de las nuevas olas se creará esta dialéctica clásico/moderno: no podemos olvidar que para que exista un centro/adentro/presencia clásico hace falta una periferia/afuera/supletorio moderno en constante dialéctica; no sale uno primero y luego el otro, sino que ambos surgen del mismo proceso estructurador. Pese a que la impresión siempre es que el término supletorio (la modernidad) surge del término presente (el clasicismo)[5], lo cierto es que la idea que tenemos nosotros del cine clásico, de la única de la que podemos hablar ya, es de aquella que surge con la modernidad.
Parte de la culpa de este canon asimétrico la tiene pues el modelo instaurado de este discurso-historia del cine. Curiosamente, el cineasta sobre el que más páginas se ha escrito, Hitchcock, y al que se le atribuye en muchas “listas” el mejor film de la historia, Welles, se les ha desplazado de su posición “palo de tienda” en esta historiografía, clasificándolos de barrocos al no ajustarse dentro de los parámetros de la dialéctica clásico- moderno[6]. Por otro lado, la repercusión que esta teniendo en los cineastas actuales lo que se ha venido a llamar la tríada de cineastas trascendentales (Ozu-Bresson-Dreyer), elevándolos a lo más alto del olimpo canónico, no ha conseguido desplazar la centralidad del canon Ford-Rossellini, sino que han creado una especie de foco canónico alternativo, central en concepción particular del cine y de su historia, pero todavía periférica en el discurso-mito de la Historia general del cine.
Alguien podría argumentar que esta discusión sobre el canon es una simple digresión teórica respecto a la historiografía académica del cine que nada tiene que ver con la influencia “real” de Ford y Rossellini en el cine contemporáneo. Para empezar se le habría de rebatir que no debe olvidar que una gran parte de los cineastas (por no decir de los montadores, fotógrafos, sonidistas, etc) del cine contemporáneo provienen de las universidades y las escuelas de cine. Incluso aquellos cineastas autodidactas habrán accedido a textos estructurados a partir de esta historiografía o, al menos, a críticas no extentas de esta dialéctica. Y aún así, en el hipotético y difícil caso de permanecer ajeno a cualquier texto escrito, el contacto y diálogo con un corpus fílmico que desde hace años es autoconsciente de esta dialéctica, implicaría el ser partícipe de esta estructuración.
Y es que más allá de cualquier posible filiación o preferencia de directores contemporáneos respecto a Ford y Rossellini, la fuerza de estos dos cineastas reside en ser agentes estructuradores del magma voluble e inmenso de la “realidad fílmica”. Las cuestiones que plantee su obra siempre trascenderán su marco individual y se trasladaran como paradigmas a todo el periodo. En el proceso inverso, incluso la serie de films que no pertenezcan a la serie de su canonización, serán relacionadas a ellas, como complementarias (suplementarias) de ésta, ya sea por llamarse “proceso de aprendizaje” (como la trilogía fascista), “proceso de experimentación” fuera de la serie pero que le llevará a la larga a mejorar la serie canónica (la ya comentada fase expresionista de Ford o La maquina amazzacativi de Rossellini[7]) o “exploración de otros formatos” (las series de televisión de Rossellini o los documentales de guerra de Ford) en la que a los autores se les designa la capacidad de llevar el canon más allá de sus propios límites. De ahí al No se puede vivir sin Rossellini no hay más que un paso. Seguramente, un paso muy bien dado. Pero eso ya es otra historia.
III
Quim Casas, en su estudio John Ford. El arte y la leyenda[8] aclara cómo la obra de John Ford no “crea escuela” a la manera como lo hizo Griffith, Linder, Flaherty, Lubitsch, Sirk Resnais o Godard y, si lo hizo, no fue más que para dar fruto a realizadores tan poco relevantes como Andrew Victor McLaghen o Burt Kennedy. Es más, la lista de cineastas que luego enumera como influenciados por Ford aparece gente tan alejada del estilo fordiano como, Welles, Kurosawa, Wenders, Bergman, Straub, Boetticher o incluso Eisenstein, que prefería El joven Lincoln sobre ningún otro film. Lo mismo se podría decir de Rossellini que, con la excepción de Roma, città aperta convertida en film-símbolo del neorrealismo y pese a erigirse en “padre adoptivo” de la Nouvelle Vague, no tiene un estilo que haya sido reapropiado por otros autores. Es más, sus seguidores lo han hecho utilizando estilos muy distintos al suyo. Ni si quiera el resto de películas neorrealistas se puede decir que sean continuadoras de su estilo (quizás sí de su espíritu), y se acercan más al melodrama psico-social de De Sica que no a la externalización radical y rupturista de Païsà.
Hoy en día, en la publicación de cualquier estudio monográfico de un autor no puede faltar ese último, o casi último, capítulo en el que bajo la bien amada y aceptada metáfora materialista de la palabra “herencia”, la metafísica de “trascendencia”, la sociológica de “repercusión” o la psicológica de “influencia” trata de trazarse una trayectoria del discurso de ese autor en relación con discursos posteriores. Un último capítulo dispuesto a “alargar la vida” de la obra del autor y por ende, la del discurso que se acaba de formular y hacer pagar al lector. Esta prolongación no es fácilmente formulable y ni si quiera puede ser apresada simplemente por su carácter material, metafísico, sociológico o psicológico[9]. Como siempre, se trata pues de crear “casillas” (rasgos unitarios) en las que poder establecer parámetros de semejanza. Pero el hecho de encontrar una relación de semejanza en una casilla, no implica que se tenga que encontrar en el resto, es más, muchas veces se contradirán entre sí. El buen juicio del estudioso consistirá pues en decidir qué rasgos unitarios del discurso-autor resultan más pertinentes. Propondremos aquí dos hechas de un solo trazo observando dos aspectos distintos de su trabajo.
1. El sistema de trabajo.
A lo largo de los años John Ford fue configurando alrededor suyo lo que vino a llamarse la “compañía estable John Ford”, un grupo de actores con los que siempre trabajaba. En el centro del férreo sistema de estudios de Hollywood, Ford conseguía salvaguardar parte de su independencia, guardando una terrible fama de su trato con los productores (con la excepción quizás de Zanuck). Heredando la frenética actividad que se llevaba en la época del mudo, Ford no cambió su extrema velocidad a la hora de rodar hasta que no se lo impidieron al final de su carrera. Esta especie de microcosmos en el seno mismo de Hollywood es recogido en la actualidad por varios cineastas a los que gusta rodar entre amigos: Soderbergh filmando con Clooney o Roberts, especialmente en esos films “no serios” que recogen el espíritu de La taberna del irlandés bajo el género del film-atraco (Ocean’s eleven, Ocean’s twelve), Robert Rodríguez filmando en su rancho de Texas o el mismo Quentin Tarantino. Bajo la apariencia de “gran tontería, hecha para divertirse y para divertir a la gente”, se esconde un extraño y preciado aire familiar que une la obra de estos cineastas, mezcla entre film de grandes estudios y film casero.
La gran aportación del neorrealismo fue tener que sacar las cámaras de los estudios a la calle (básicamente porque tampoco quedaban estudios en pie) y mirar el mundo que los rodeaba. El gran consejo de Rossellini a la gente de la Nouvelle Vague (que Godard nunca se cansó de repetir y ejercer) fue el de “haced películas baratas”. Pese a que cineastas como Flaherty ya habían hecho esto mucho antes, la aportación de Rossellini fue seguir haciéndolo incluso cuando pudo filmar con más presupuesto, ya que estaba convencido de que los pocos medios obligaba al cineasta a mirar el mundo que le rodea y a la vez mantener un mayor control sobre su film. No es difícil reseguir esta pista por el cinéma-verité[10] hasta llegar los nuevos cines de los 60. Cuando en el año 95 Lars von Traer y Thomas Vintenberg presentaban su manifiesto Dogma a más de uno le sonó a producto de marketing de una cosa que hacía mucho tiempo que se llevaba ya haciendo en el cine. Lo cierto es que siendo una pura estrategia comercial o no, funcionó, y nadie les puede negar el hecho de que extendiesen el uso de las cámaras digitales como forma de liberar al cine de sus pesadas estructuras. Muchos cineastas actuales han recogido pues este nuevo desafío de la evolución de la técnica y, siguiendo la actitud que frente a ella mostraba el italiano (el ejemplo máximo de la cual es el uso del pancinor), se han interrogado sobre las posibilidades que esta tecnología ofrecía para mostrar de nuevo el mundo. Seguramente el caso más extremo se trate el de Wang Bing y su ya decisiva Al oeste de los raíles, que materializa el sueño rosselliniano de que la cámara se convierta en una simple extensión más del ojo humano y, por tanto, de su conocimiento. Por otro lado, Kiarostami, en Ten, Guerin con En construcción o el irlandés Perry Ogden con la reciente Pavee Lackeen, han utilizado la cámara digital para indagar en la idea de la creación de dispositivos de “puesta en situación” que, aprovechando la proximidad que permiten estas cámaras, disuelva la noción teatral de “puesta en escena” por otra en la que función del director no es regir la realidad, sino más bien la de un científico químico que junta varios elementos y observa cómo se desarrollan las reacciones.
2. El método de trabajo.
Ford conocía bien a sus actores y utilizaba casi siempre la primera toma de cada plano, en el caso de que hiciese más que una. Sabía cómo sorprender a sus actores e incluso aprovechaba sus errores, tal como explica Linsday Anderson a partir de un error de Clark Gable que presenció durante el rodaje de Mogambo y que Ford se empeñó en dejar tal cual[11]. Muchas veces sus actores hablan poco, otras no paran de hacerlo y encuentran en su verborrea un tipo de cine más que “parlante”, “oral”[12]. De ello, quizás más que ningunas otras, son representativas las películas con Will Rogers, y a ello se debe una de las mejores y más famosas escenas rodadas por Ford, la de la conversación de los dos protagonistas de Dos cabalgan juntos al lado del río. No tan importante lo que dicen cómo el mismo acto de hablar (a diferencia de Hawks, Lubitsch o Wilder donde sí importa mucho lo que se dice), es una forma de trabajar con los actores que tuvo muy buena acogida con el surgimiento del movimiento indie americano. Con la influencia también de Capra, se filtró en la obra de Cassavettes y de ahí al resto. Es fácilmente identificable en los ya famosos “diálogos de besugo” y bromas fáciles de Jim Jarmusch.
Ford rodaba pues sólo lo que necesitaba, intentando casi “montar en cámara”. Como Hitchcock, sabía que si filmaba un primer plano de más, luego le podrían remontar la escena y destrozarle el equilibrio. Frecuentemente se le ha llamado poeta y a su modo de escritura se le admira su capacidad de plasmar los sentimientos sobre una tela blanca, no a partir de subyugar al público como Hitchcock, sino de la capacidad de sugerir por medio de la duración y tamaño de cada plano, en relación con lo que dentro de él sucede, una especie de elegía de la más amplia gama de emociones humanas (de ahí la admiración que Eisenstein sentía por Ford, el inicio de El joven Lincoln es uno de los paradigmas al respecto). Es un arte prácticamente perdido hoy[13]. En su estela se sitúa el único de los cineastas actuales que ha conseguido guardar esa sabiduría que adjudicamos al discurso-clásico, Clint Eastwood. Desde Bird, pero sobretodo con Los puentes de Madison, Un mundo perfecto y Million dollar baby, Eastwood pone encima de la mesa que, pese a todos los cambios que ha habido, pese a convertirse él mismo en ese fantasma que aparece siempre desde fondo del plano, es posible cantar a los sentimientos.
Rossellini llegaba a un lugar con su equipo-grupo de amigos y veían con qué cosas contaban para poder hacer un film. El film no estaba atado desde el principio sino que iba al encuentro de unos lugares y una gente. Trabajando con gente de la calle, actores amateurs o profesionales, Rossellini se planteaba siempre los mismos problemas y no distinguía entre ellos, para él todos eran seres humanos. Lo más difícil no era conseguir que alguien de la calle “actuara bien” sinó que un actor supiese caminar verdaderamente. Su preocupación a la hora de filmar personas era comprenderlas mejor. Tal cómo había expresado más de una vez respecto al experimento de Una voce humana, su objetivo era mirar con microscopio el alma humana, de ahí que Jose Luis Guarner afirme que en su primera etapa, pues, los films de Rossellini se reducen a documentales del rostroy que el interés de Una voce humana no está en el diálogo de Cocteau, sino en el rostro de Magnani[14]. Hou Hsiao-Hsien, en su intento por hacer un retrato de la nueva sociedad que trata de comprender, se verá pues a hacer una operación parecida en Millenium Mambo, mirando con microscopio el rostro de su protagonista para encontrar signos de este cambio. Kiarostami, en su film-ensayo Ten on Ten demuestra perfectamente, al pasar la primera secuencia del film quitando el volumen, que más allá de lo que dicen los diálogos, es la gestualidad y el rostro de las personas lo que hacen que filmar a una persona hablando pueda ser una experiencia estética puramente cinematográfica.
Cuando la Bergman llega a Rossellini, como dice Bergala, ese microscopio se convierte casi en una herramienta de tortura. Pone, del lado de la cámara, la historia personal de ambos y, confrontándola a la realidad que le rodea, desenmascara el velo de la actriz al encuentro de la mujer que hay detrás. Es la búsqueda de una segunda realidad invisible colocada en lo interior de lo visible[15], quedando como escena paradigmática la aparición de los dos amantes fosilizados en las ruinas de Pompeya que coge de improviso a Ingrid Bergman en Viaggio en Italia. Más allá del referente que supuso el hacer un film de “un director filmando a su mujer”, Quintana propone que aquí nace la base de cierto cine moderno que tiene como eje central la separación entre lo real y lo visible (aunque no creo que esté menos iniciada por la obra de C. T. Dreyer, especialmente Ordet o que lo haya llevado tan lejos como Ozu, Bresson o Tarkovski). Éste real puede aparecer como la solidificación de muchas capas del pasado que hay que ir pelando, como en la obra de Guerin o la recién iniciada de Mercedes Álvarez; puede ser la presencia de Dios o lo sublime detrás de todos los objetos de la creación, como en Sokurov; o incluso puede tratarse de los propios sentimientos humanos muy ocultos, no dados de manera “psicológica” sino como irrupciones de lo latente en lo visible, epifanías del alma humana a partir de la realidad, como aquel final del Dublineses de Huston, o como ha realizado mejor que nadie el más renovador de los nuevos cineastas de la ola asiática Tsai-Ming Liang (recuérdese ese final de Vive l’amour, The Hole o cualquiera de sus otros films.
IV
Muchas veces se ha utilizado indistintamente la expresión “mirada de cierto autor” para dar a entender un conjunto de cualidades entre las que se incluyen su uso del punto de vista, su estilo visual y sonoro, su posición ética o moral y su poética cinematográfica[16]. Anteriormente hemos señalado a Ford como poeta de los sentimientos, pero no nos hemos planteado cómo funciona su poética, su forma de generar el goce estético cinematográfico. El estudio de las “poéticas cinematográficas” de estos autores y su comparación con Kiarostami, funcionan muy bien para ver la diferencia entre este término y el de “estilo”, ya que, tal y como afirma Straub “c’est qui est important, c’est que Ford n’a pas de style”, y lo mismo puede decirse del italiano. Ambos son autores muy eclécticos a los que la designación de “estilo” les queda muy corta. A cambio, la definición de poética, como se puede leer en el estudio, es una definición de mínimos, de punto de partida que no trata de definir un global-significante sinó un motor generatriz. El hecho de que no “creen escuela” parece contradecirse con su función de reguladores del canon, pero eso se debe precisamente a que no son cineastas de estilo y sí de poética.
Utilizaremos pues aquí la expresión poética del autor en vez de la de la “mirada” ya que esta expresión parece olvidar que la operación del cine no es sólo la de mirar, sino la de mirar y ser visto. Georges Didi-Huberman hacía un estudio detallado de este fenómeno del acto visual en su ensayo Ce que nous voyons, ce que nous regard donde explicaba cómo para que un objeto tenga valor para nosotros, es decir “esté vivo”, es necesario que ese objeto “nos mire también a nosotros”, operación que configura esa “inéclutable” escisión en el ver y que tiene su origen en el vacío del ver (“ver es perder”). Didi-Huberman parte del análisis de « une situation exemplaire (je dirai, fatale) où la question du volume et du vide se pose inéluctablement à notre regard. C’est la situation de qui se trouve face à face avec un tombeau, devant lui, posant sur les yeux »[17]. Explica cómo delante de la tumba la experiencia se convierte en más monolítica y “nuestras imágenes están más directamente ceñidas a lo que la tumba quiere decir”, nos mira en nuestro adentro en tanto que muestra que se ha perdido un cuerpo en su interior, y nos impone, nos guste o no, esa imagen imposible a ver, la del propio cuerpo también vaciándose, descomponiéndose. Se produce una angustia ante el desconocimiento de que será de nuestro cuerpo, entre la capacidad a hacer volumen y su capacidad para librarse al vacío. Existen muchas formas de posicionarse ante esta escisión del ver, ante esta angustia. Didi-Huberman detalla dos: por un lado quedarse “en deçà de la scission” (“antes de la escisión”), es la posición “histérica-cínica” de la operación de amnésica, quedarse tan sólo con el volumen de ese paralepípedo de piedra que forma la tumba, negando el resto, renunciar a las latencias del objeto rechazando su temporalidad, el trabajo del tiempo y la metamorfosis, rechazar el “aurea” del objeto, es decir, hacer del ver una tautología. Ésta es la posición, por ejemplo, del arte minimalista. La otra posición, la contraria, es la de querer ir “au-de là de la scission” (más allá de la escisión), es la posición “obsesivo-extática”, dejar de ver la tumba como simple granito, desmaterializar el granito de modo que el vacío de dentro del cuerpo pierda también su poder inquietante, crear un modelo ficticio donde volumen y vacío conviven perfectamente en un gran “rêve éveillé”, ni un simple volumen ni un proceso de vaciamiento (de putrefacción), sinó “quelque chose d’Autre”. Lo que vemos es pues “garantizado” por ese Otro, el objeto establece un tiempo que “garantiza”, el futuro de salvación, lo que vemos queda sustituido por un “invisible” y lo que nos mira se convierte en el enunciado grandioso “del más allá”. Cualquier estudio de la poética de una autor cinematográfico que se pretenda analizar “la mirada” que éste tiene, debería comenzar por cómo se sitúa respecto a la escisión del ver. No es el planteamiento que nos hemos hecho aquí pero creo que puede ayudar a nuestro propósito.
No menos incontables son las veces que los personajes de Ford hablan a las tumbas que las que los personajes de Rossellini presencian la muerte de alguien. Cuando hablan a las tumbas la mayoría de las veces ni hemos visto a esos personajes o se han muerto tan pronto que no hemos tenido tiempo de identificarnos con ellos, no es la pena por su muerte lo que nos emociona. Sin embargo Ford convierte este tipo de escenas teóricamente “más calmadas” y reflexivas en los momentos más intensos de la película, más allá de cualquier progresión dramática (no hace falta más que recordar los casos de El Joven Lincoln o Pasión de los fuertes). Hay sin duda una posición “au-delà” de esa tumba, un hablar con la persona muerta que sobrepasa ese simple paralepípedo de piedra y que hace llegar ecos de ese enunciado grandioso al que apunta, de ese tiempo futuro.
Lo que nos maravilla de Rossellini es precisamente todo lo contrario, no el más-allá del después de la muerte, si no el más-aquí del instante de morir[18]. Nos desgarra esta simplicidad extrema en el momento decisivo que elimina cualquier floritura para dejarnos simplemente con “lo que se ve”, sin posibilidad a dejar “que nos mire”. Este efecto queda además aumentado por la banal artificialidad pomposa con la que normalmente se nos muestran las muertes en el cine. En cambio, ante la escisión de la mirada, Rossellini se posiciona “en deçà”.
No cometamos el error de simplificar demasiado y acabar describiendo la poética de la mirada rosselliniana como irónica-histérica y la fordiana como obsesiva-extática. Se trata tan sólo de puntos de partida, precisamente algunos de los momentos más bellos de sus obras nos los brindan cuando, superando esta posición inicial y yéndose hacia al otro lado se acercan a ese centro “ni más aquí ni más allá” donde se afronta directamente la mirada escindida y la mirada recupera todo su poder inquietante. Es ahí donde Rossellini logra su “revelación” en el materialismo y donde el crepúsculo fordiano se aleja de Dios para acercarse a un paisaje o al rostro de algún viejo cowboy. Del mismo modo, ¿no supone la famosa revelación rosselliniana la superación de su posición en deçà para proclamar lo que se ha venido a llamar “epifanía de la realidad”? ¿Qué revelación sino la aparición de la cosa, lo que está au delà, en el en deça?
Los sentimientos que despierta el visionado de cualquiera de las películas de Abbas Kiarostami son diferentes de los que hasta entonces el cine había fraguado, difíciles de explicar, tan sólo se pueden ver y oir. Kiarostami entra por la puerta grande del cine inventando una nueva poética para éste. Pero, ¿surge realmente de la nada esta nueva poética de los objetos y de los paisajes, del tiempo y del espacio, es decir, esta nueva “modalidad de gozo estético cinematográfico”?
En este sentido considero que la figura de Kiarostami reviste de especial interés dado que su poca inclinación a hablar de sus influencias, aún más, la insistencia en sus declaraciones por rechazarlas, puede iluminar un poco de este maravilloso proceso que es la transmisión y creación de poéticas en el cine.
Es por eso que en vez de centrarnos en algunos de los autores de los que Kiarostami se ha confesado admirador como Hitchcock, Fellini o Ozu, todos ellos creadores también de poéticas muy singulares, se ha preferido aquí optar por rastrear la pista de lo que pueden considerarse dos poéticas “creadoras de paradigma”. Mucho se ha dicho sobre la más que evidente relación que el cine de Kiarostami tiene con el del padre del neorrealismo, pese a que el iraní nunca haya reconocido que fuese éste un punto de referencia (con la excepción de De Sica). A primera vista son muchos los temas que los unen y que establecen puentes entre ellos: el uso de niños como protagonistas; la selección de los actores y el rodaje en escenarios naturales; el plano-secuencia; el uso del cine como microscopio de la sociedad y a la vez como herramienta para el cambio; etc.
No faltarán críticos que ávidamente se apresuren lanzar lazos entre Y la vida continúa y Germannia anno cero. Argumentarán que ambas películas realizan un recorrido por un paisaje en ruinas “a través” de los ojos de un niño. Analicemos pero, la que en apariencia parece la más rosselinianas de las películas de Kiarostami. Una de las miradas más reveladoras que se hayan hecho sobre el cine del italiano, la de André Bazin, nos recordaba, ya en el momento de su estreno, que Germania anno cero busca su emoción (encuentra su poética) a partir de un “realismo de estilo” que no trata de identificarse con el personaje (no “mira a través”), sino que nos lo muestra externamente confrontándole con su espacio, un visión limpia de sentimentalismos donde “no nos conmueve ni el actor, ni el acontecimiento: tan sólo su sentido, que nos vemos obligados a extraer”[19]. Es el espectador, sin ayuda de nadie, el encargado de extraer el sentido, siempre múltiple, nunca único. A su vez, si observamos detenidamente la película del iraní nos damos cuenta de que sí que existe un punto de vista con el que nos podemos identificar como extranjeros en esa tierra en ruinas, pero no es la figura del niño sino la del padre[20]. La figura del hijo sirve para mostrar un proceso de “adaptación” con el medio, desde el alienígena que protesta porque su coca-cola no está fría hasta el niño que decide quedarse con otros chicos del campo de refugiados viendo el partido de fútbol en vez de seguir con su padre. No hay ningún sentido que extraer de la actitud del niño ya que ni si quiera se trata de que cambie su actitud, sino que su posición irreflexiva en otro medio acaba, como por contagio, asimilándose a ese nuevo medio (es esa capacidad de adaptarse que tanto caracteriza a los niños). A su vez, por parte del padre sí que existe una voluntad directa de búsqueda de sentido, “encarnada” por la búsqueda de los dos niños de ¿Dónde está la casa de mi amigo? y finalizada con la conclusión que el propio título verbaliza, conclusión de que, pese a todos los desastres, la vida continúa.
Producto de esta no-coincidencia de puntos de vista surgen lo que a mi entender son dos películas radicalmente distintas. El tema de proponer de casi co-protagonista al paisaje de las ruinas, les aleja más que les acerca, ya que su poética sobre ellas es radicalmente diferente (no sobre otros aspectos), tanto en su contenido como en su forma. Rossellini deambula en un paisaje urbano destruido por el propio hombre con su guerra. Kiarostami busca entre las ruinas de un medio rural azotado por las fuerzas naturales, un terremoto. Rossellini adopta la “postura moral” de seguir al niño en travelling y, al cabo de un rato “lanzarlo” contra el paisaje desolador, pasando del primer plano o plano medio al plano general en el mismo corte temporal, pasando del movimiento del niño a la cámara “terriblemente” quieta donde vemos el paisaje entero y al niño adentrándose en él. Kiarostami no realiza ningún seguimiento en travelling. Cuando mueve la cámara, o bien es porque está dentro del coche, desde el punto de vista del que mira, o bien desde un punto fijo, con la cámara anclada en un sitio, realiza panorámicas de seguimiento del coche en este paisaje, una especie de “disección” más de cerca de ese paisaje que ya ha mostrado en plano general.
Operaciones radicalmente distintas de narración así como de tratamiento del espacio, de los objetos y del paisaje. Como veremos más tarde, no es sino en su poética del tiempo donde ambas visiones encuentran una reconciliación. Como ésta se podrían encontrar razones incluso de más peso para no dar más relevancia a las otras aparentes semejanzas entre la obra de Kiarostami y de Rossellini que se suelen recordar y que antes hemos enumerado. No niego estas semejanzas, simplemente pongo en duda su utilidad para “iluminar” nada. Siguiendo la conocida división que Foucoult hizo en su libro Ceci n’est pas une pipe, respecto a la poética cinematográfica creo más en las similitudes que en las semejanzas.
¿Dónde queda pues la poética de Abbas Kiarostami? Vayamos paso a paso. Hemos visto ya lo mucho que difiere la poética narrativa y espacial del iraní con la del italiano. ¡Qué grato será acercarnos a la obra de Kiarostami con las gafas de Ford y descubrir lo mucho que tienen en común! Jean-Louis Leutrat, conjuntamente con Suzanne Liandrat-Guigues escribió un artículo[21] donde analizaba la variación y inmobilidad del Monument Valley en las siete obras de Ford donde el valle aparece como uno de los escenarios principales[22]. En él, hablaban de cómo en Stagecoach Ford Utilizaba las diferentes localizaciones del valle no como mero decorado sino como parte activa en la construcción del film. Por medio de estas estrategias de repetición variación, Ford conseguía que el espectador se llevase una impresión de circularidad del film-trayecto por excelencia. Esta operación se llevará hasta el extremo de la figura de un laberinto en Fort Apache. Con She wore a yellow Ribbon Ford marca un cambio de estrategia, ya que lo que hace es elegir una localización concreta y convertirla en aquel “centro” al que siempre vuelven, por el que siempre pasan, aquella localización que tiene de por fondo la figura de una meseta llamada West Mitten. En un momento clave de este film la caballería realiza un recorrido por los diferentes “monumentos” del valle que recoge precisamente todos y cada uno de los lugares que había ido mostrando hasta entonces. « Ford en cet instant ne cherche pas tant à restituer la vérité de Monument Valley qu’ a establirune recapitulation »[23]. Fácilmente se encuentran aquí dos aspectos claves que determinan la poética del espacio fordiana. Primero, el uso de espacios reconocibles que se van repitiendo, “palos de tienda de campaña” que aguantan la estructura espacial y que crean un concepto de “territorio cinematográfico” que no tiene porqué tener nada que ver con ese territorio original, sino con la representación que se hace de él. Segundo, la “recapitulación” de estos elementos en un momento dado que unen no sólo ya la misma película, sino todo el grupo de películas que ha querido situar en ese “territorio cinematográfico”, creando el imaginario de un territorio más-allá de las propias películas pero también más-allá de ese valle en Estados Unidos que lleva el mismo nombre que el de las películas de John Ford. En esos territorios Ford reencuentra una y otra vez las mismas personas bajo diferentes pseudónimos y diferentes roles, con pequeñas variaciones fruto de su “vasallaje” a las exigencias de la industria respecto al guión pactado sin que por ello nos quite esa impresión. Es desde ese prisma necesario de la serialidad desde el que, al fin y al cabo, El hombre que mató Liberty Valance nos parece una película tan devastadora, nos salta el corazón al ver aquella diligencia vieja y entendemos realmente qué es lo que ha llegado a su fin (algo que prácticamente no se explica en esa película que precisamente lo relata, lo que se acaba viene dado por el corpus anterior de películas). El hombre que mató Liberty Balance es el fin y la despedida de ese “territorio cinematográfico” al que cerraría como epílogo Cheyenne Autoumn.
No hace falta ser ningún lince para darse cuenta que parte de la magia que emana la “trilogía involuntaria” que Kiarostami realizó con ¿Dónde está la casa de mi amigo?, Y la vida continúa y A través de los olivos se debe a la misma operación. Es la creación de un “territorio cinematográfico” lo que unifica estos tres films de por sí tan diferentes, con puntos de partida radicalmente tan distintos. El zig-zag que sube la colina para ir a Koser, el bosques de olivos de al lado del cementerio o la casa donde ruedan una y otra vez la escena de Hossein, son algunos ejemplos. Son signos intertextuales que cobran todo su sentido en un corpus de obras, creando ese espacio prácticamente au-delà. La diferencia principal reside que mientras en Ford este territorio es “uni-dimensional” en Kiarostami, la vuelta a esos lugares nunca es en el mismo “nivel de realidad”, hay un desnivel que no permite nunca volver a “ese paraíso perdido” pero que sí que obliga a mirar más a nuestro alrededor y descubrir que el paraíso puede estar entre nosotros.
Mucho en común tiene la forma en que ambos cineastas ponen en el espacio la relación entre dos personas hablando. Ambos se plantean esta cuestión en términos espaciales y por eso antes que el primer plano, prefieren la situación menos agresiva y más fácil de comunicarse de una persona sentada al lado del otro. En Kiarostami esto suele suceder en el coche, hasta el extremo de Ten. En Ford esta situación puede darse de muchas maneras, pero siempre ambos personajes mirando hacia delante, hacia un au-dela fuera de campo: encima de un carro o en un tren en Liberty Valance, en un último bastión de defensa al ritmo del Red River Valley en They were expendable o al lado de un río en Dos cabalgan juntos. Aunque en Ford normalmente se encuentran ambos personajes en el mismo plano y en Kiarostami separados, en ambos casos el hecho de hacer de la situación un planteamiento de espacio es el mismo. De este modo el plano/contraplano queda reservado sólo como campo de batalla de las pulsiones más fuertes, como el primer encuentro de Wyatt Earp y Doc Holiday en Pasión de los fuertes o la confrontación de Hossein con la abuela de su pretendida en A través de los olivos.
También existe en Ford y en Kiarostami una coincidencia muy placentera respecto a cierta poética de los objetos. No a la manera de Hitchcock, donde los objetos son aquellos fetiches que serán claves para el desarrollo del tiempo futuro, los objetos en Kiarostami y en Ford son muchas veces “puros contenedores de fuerza poética”, funcionan como sustitutivos de algo en apariencia muy obvio, pero imposible de definir cuando se intenta fijar un significado único, lo dinamitan y se escampan a lo largo de todo el “texto”. Es el caso conocidísimo de las puertas en ambos autores. También lo es el de las flores. Al final de ¿Dónde está la casa de mi amigo? y de El hombre que mató a Liberty Valance sendas flores són encargadas de cumplir este misterio expansivo. Sin embargo este mismo ejemplo, perfecta coincidencia de similitud de poéticas espaciales demuestra a su vez la gran distancia que separa a ambos. Mientras que Ford se para un buen rato a que contemplemos la flor de cactus a la que ya nos ha ido avisando varias veces a lo largo del relato que iba a aparecer con la caja de la protagonista, Kiarostami esconde su flor en el cuaderno y permite que nos olvidemos de ella. Cuando el maestro abra el cuaderno no se detendrá ni un momento, firmará y lo cerrará de nuevo para que el espectador, al que no se le subraye nada, se sienta golpeado doblemente no sólo por el espacio-flor, sino por la fugacidad de este momento no enmarcado dentro de la lógica causa-consecuencia, sinó un momento que hace experimentar un tiempo puro, en el que cada instante es igual al siguiente, donde la escisión queda siempre en-deça. Y es que es aquí donde el cine de Kiarostami viene a juntarse con el de Rossellini, en su poética del tiempo. Esa poética que nos emociona desde la escalofriante muerte de Magnani de un solo trazo en Romma città aperta (y no tanto por ese movimiento de cámara sucio) hasta la muerte de Jesucristo narrada en la misma panorámica en la que veíamos unos niños jugando, pasando por la forma de mostrar la violenta muerte en el episodio de Florencia de Païsà o la clemencia de Ingrid Bergman en Stromboli. Los films de Kiarostami poseen esta poética tan particular no sólo porque junten elementos del clasicismo como su narrativa, con el tratamiento documental de la modernidad y la tradición iraniana, sinó porque precisamente es capaz de asumir y controlar una mirada au-delà en el espacio con una mirada en-deçà en el tiempo.
Se podría hacer una lista con otros cineastas seguidores-reformuladores de ambas poéticas. A la familia de Rossellini se juntarían Rohmer, con sus finales bruscos y sus cambios súbitos y azarosos, Claire Denis o Ermano Olmi. A la de Ford vendrían Wenders, Monteiro o Burton. También podría estudiarse los paradigmas de aquellas poéticas que se mantienen siempre entre medio del au-deçà y el au-delà, como la de Hitchcock. Pero eso, de nuevo, ya es otra historia.
[1] A este efecto viene expresada su causa como anillo al dedo la frase de Harold Bloom: “La superpoblación, la repleción maltusiana es el auténtico contexto de las angustias canónicas.”
[2]
[3] Para consultar más sobre las ideas de este autor, consultar el artículo de J Mº Pozuelo titulado I.Lotman y el canon literario, en El canon literario VVAA ed Arco/Libros Madrid 1998
[4] Cit. Op. Pag 236
[5] Derrida se encargó ya de desenmascarar en la dialéctica oralidad/escritura este supuesto proceso histórico en el que el término supletorio (periférico) surge del presente (central).
[6] Está claro que hablamos del momento actual de la historiografía del cine. Cabe remarcar que en este desplazamiento de estos dos autores no ha comportado una disminución de la apreciación de sus figuras, aunque sí quizás una reducción de la atención que se le presta. En el lado contrario está Bergman, a quien este desplazamiento de figura central de la modernidad a la periferia lo ha sumido en una especie de olvido consciente.
[7] Este film de Rossellini, además, es demostrativo de cómo el discurso canónico estructura la “realidad fílmica rosselliniana”, ya que de echo fue rodado a la vez y casi posteriormente que Stromboli. Comprobar fechas en Roberto Rossellini, la herencia de un maestro, VVAA Ediciones de la Filmoteca 2005 Valencia pag 238.
[8] Pag 446-447
[9] por ello en muchos casos resulta una tarea « obligada » pero poco agradecida, normalmente no tomada muy en serio como un trámite más. En el citado estudio de Quim Casas sobre Ford es remarcable que de entre las casi 500 páginas que ocupa, tan sólo dos sean dedicadas a esta tarea, interesantes, pero sin duda no a la altura del inmenso rastreo y reflexión que trae en el resto de sus páginas.
[10] En una famosa discusión sobre el cinéma-vérité a partir de La Punition, Rossellini criticó, pero, la importancia que este movimiento dejaba al azar, porque Rossellini consideraba que la verdad sólo podía venir de la razón, que la objetividad que el defendía era también una elección que “debemos a la invención del artista” (Il mio método pag 113). Más tarde aclaró que lo que rechazaba era la dramatización de ciertos documentales, reclamando una exposición científica, pero admiraba las películas de Rouch (Roberto Rossellini, la herencia de un maestro pag 126)
[11] ANDERSON, L.Sobre John Ford Paidos 2001 Barcelona pag 48
[12] SAADA, N. Un cinéaste atypique, en John Ford, VVAA Ed Cahiers du cinéma 1990 Paris
[13] Godard, sabiamente, no llamará a su film elegía sino Elogio de amor.
[14] Roberto Rossellini, la herencia de un maestro, VVAA Ediciones de la Filmoteca 2005 Valencia pag 36
[15] Àngel Quintana en Roberto Rossellini, la herencia de un maestro, VVAA Ediciones de la Filmoteca 2005 Valencia pag 56.
[16] El estudio de las “poéticas cinematográficas” de estos autores y su comparación con Kiarostami, funcionan muy bien para ver la diferencia entre este término y el de “estilo”, ya que, tal y como afirma Straub sobre Ford (John Ford, VVAA Ed Cahiers du cinéma pag 103) “c’est qui est important, c’est que Ford n’a pas de style”, y lo mismo puede decirse del italiano. Ambos son autores muy eclécticos a los que la designación de “estilo” les queda muy corta. A cambio, la definición de poética, como se puede leer en el estudio, es una definición de mínimos, de punto de partida que no trata de definir un global-significante sinó un motor generatriz.
[17] DIDI-HUBERMAN Georges, Ce que nousvoyons, ce qui nous regard Les éditions de minuit Paris 1992. Ver especialmente capítulo 1,2 y 3, base para esta argumentación.
[18] En algunos casos como el del personaje de Harriet en el episodio de Florencia de Païsà, esta presenciación de la muerte queda elidida y transformada en su momento simbólico, es decir en el momento que comunican a alguien que un ser querido suyo a muerto.
[19] BAZIN, André ¿Qué es el cine? Ed Rialp, Madrid 2001 pag 232
[20] El protagonista de El viento nos llevará, en cambio, sí que se sitúa en el mismo lugar que la Bergman en sus películas con Rossellini, tal como muestra Alain Bergala en Roberto Rossellini, la herencia de un maestro, VVAA Ediciones de la Filmoteca 2005 Valencia pag 78
[21] VV AA John Ford Éditions de l’étoile/Cahiers du cinéma París 1990
[22] Stagecoach, My Darling Clementine, Fort Apache She wore a Yellow Ribbon, The Searchers Sergent Rutledge y Cheyenne Autoumm.
[23] Op cit pag
No hay comentarios:
Publicar un comentario